Breve resumen de la conferencia "Frutas y hortalizas en peligro de extinción?", impartida en las III Jornada sobre la Naturaleza, celebrada el 13 de septiembre de 2014 en la Rinconada (Toledo)
Los restos más antiguos de nuestra
especie datan de hace aproximadamente 195.000 años. Durante gran parte de este
tiempo hemos vivido como cazadores-recolectores. Sin embargo hace
aproximadamente 10.000 años la especie humana comenzó a cultivar las primeras
plantas y se inició una de las grandes revoluciones tecnológicas de nuestra
historia: la agricultura.
Las primeras evidencias de restos de
cultivos las encontramos en diversos lugares del mundo: en Oriente Próximo
hacia el 8.500-7.000 a.C., en el África Subsahariana hacia el 4.000-3.000 a.C.,
y en el Sudeste asiático y el Centro y Sur de América hacia el 6.000-5.000 a.C.
El desarrollo de la agricultura permitió
un abastecimiento de alimentos permanente y con él, el desarrollo de las
grandes civilizaciones. Esto llevó al establecimiento de rutas comerciales y
peregrinaciones culturales que permitieron la dispersión de los cultivos fuera
de sus áreas de origen.
La conjunción entre los procesos de
domesticación, cultivo e intercambio produjo que de una misma especie de planta
cultivada se consiguieran gran cantidad de variedades locales con sus propias
características organolépticas y adaptaciones ambientales. Las plantas
cultivadas (o domesticadas) se diferencian de sus antepasados silvestres en muchas
de sus características (tamaño del fruto o semilla, pérdida de cubiertas
protectoras, mejora del sabor del fruto, etc.), ya que mediante procesos de
selección el hombre fue escogiendo aquellas plantas que mejor respondían a sus
gustos, resistían mejor a determinadas plagas o soportaban condiciones
meteorológicas adversas.
Así en tan sólo 10.000 años la
agricultura permitió el desarrollo de las grandes civilizaciones y culturas,
siendo este un lapso de tiempo mucho
menor al de toda nuestra historia como recolectores. Pero a partir de finales
del s.XIX se producen nuevos avances, y en apenas 200 años la especie humana
genera grandes cambios en un periodo de tiempo todavía menor. La revolución
industrial y el desarrollo científico técnico durante el s.XX promovieron
cambios en la producción agrícola que a día de hoy amenazan la gran diversidad
de variedades locales de plantas cultivadas generada durante miles de años.
La extinción de variedades de plantas
cultivadas se está produciendo de forma global y a un ritmo acelerado, algunos
estudios advierten que durante el siglo XX se perdieron más de la mitad de las
variedades de plantas cultivadas para la alimentación. Por ejemplo en EEUU
entre el s.XIX y el s.XX se perdieron el 86% de las variedades de manzanas y el
88% de las peras.
Puede parecer que la pérdida de estos
cultivos sea una cuestión de menor importancia pero muy al contrario es
fundamental conservar todos los posibles. Cada variedad presenta en su material
genético, es decir, en sus genes, cualidades
que la hacen única; bien por tener una textura especial, porque es resistente
al ataque de un hongo, o porque aguanta la sequía. Toda esta “información”
puede utilizarse para conseguir nuevas variedades. Por ejemplo en 1948 se
recolectó una variedad de trigo que fue desechada por su baja productividad,
sin embargo en 1980 se descubrió que era portadora de genes que la hacían
resistente a ataques fúngicos y fue utilizada para la mejora de variedades más
productivas.
A pesar de su gran valor esta situación
no revierte. Las principales causas de la pérdida de diversidad son los cambios
en los sistemas de producción agrícola, el abandono de las prácticas
tradicionales y una legislación contradictoria.
La “industrialización” de la producción
agraria comenzó a finales del s.XIX con el uso de maquinaria y durante el s.XX
se desarrollaron fertilizantes y pesticidas que mejoraron el rendimiento de los
cultivos. Pero la gran revolución llegó tras la II Guerra Mundial. Las
políticas agrarias llevadas a cabo desde entonces han favorecido el aumento de
la superficie cultivada, el empleo de maquinaria, fertilizantes, insecticidas,
fungicidas, y a la sustitución de las variedades locales por otras comerciales
de alto rendimiento desarrolladas por la industria agroalimentaria. Todo ello
ha permitido asegurar la alimentación y mantener la estabilidad económica del
mundo desarrollado; pero a costa de poner en peligro no sólo la diversidad de
los cultivos tradicionales, sino también la fauna y flora asociada a los sistemas
agrarios y el patrimonio cultural legado por generaciones de agricultores.
Uno de los pilares de la diversificación
de variedades era el papel de intercambio y mejora que llevaban a cabo los
agricultores. Actualmente el abandono de las prácticas tradicionales y el
desarrollo de una legislación que favorece en gran medida a la industria
agroalimentaria, ha dejado en manos de las empresas comercializadoras de
semillas el proceso de selección y mejora de las plantas cultivadas para la
alimentación. En el marco jurídico actual el agricultor pierde el control de su
recurso básico, la semilla, ya que es obligado a cultivar semillas registradas,
que sólo pueden ser suministradas por una empresa. Estas empresas crean
patentes de semillas, o lo que es lo mismo, convierten las semillas que
comercializan en propiedad privada por vía legislativa. De este modo se limita
el acceso y derecho de los agricultores a las semillas y se prohíbe la
producción y venta de variedades no registradas, como es el caso de muchas de
las variedades locales de frutas y hortalizas. Así la legislación actual
protege los interés de la industria, que maneja unas pocas variedades, frente a
la promoción de otro tipo de experiencias que integren la protección de la
diversidad de plantas cultivas y el rendimiento económico de las explotaciones.
En la otra cara de la moneda se encuentra
la preocupación en la comunidad internacional por la pérdida de variedades.
Desde mitad del s.XX organizaciones como Naciones Unidas, la FAO o el Convenio
de Diversidad Biológica han promovido la conservación de estos recursos. Para
ello se han creado en todo el mundo verdaderas “arcas de Noé” o Bancos de
Germoplasma, instituciones que guardan semillas de miles de variedades de
plantas cultivadas, así como de especies silvestres emparentadas con ellas. En
España contamos con 35 centros que preservan nuestra diversidad fitogenética y
atesoran en sus cámaras casi 50.000 variedades de cereales, frutales y
hortalizas autóctonas de nuestro país.
De momento seguiremos consumiendo frutas
y hortalizas, pero debemos ser conscientes de qué comemos y dónde y cómo se
produce para colaborar con la preservación de parte de nuestro patrimonio
cultural. Con la conservación de variedades locales, producidas de un modo más
respetuoso, aseguraremos que el trabajo de generaciones de agricultores ha
valido la pena.
Ana Eugenia Santamaría Figueroa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario