miércoles, 1 de octubre de 2014

Frutas y hortalizas en peligro de extinción.

Breve resumen de la conferencia "Frutas y hortalizas en peligro de extinción?", impartida en las III Jornada sobre la Naturaleza, celebrada el 13 de septiembre de 2014 en la Rinconada (Toledo)



Los restos más antiguos de nuestra especie datan de hace aproximadamente 195.000 años. Durante gran parte de este tiempo hemos vivido como cazadores-recolectores. Sin embargo hace aproximadamente 10.000 años la especie humana comenzó a cultivar las primeras plantas y se inició una de las grandes revoluciones tecnológicas de nuestra historia: la agricultura.

Las primeras evidencias de restos de cultivos las encontramos en diversos lugares del mundo: en Oriente Próximo hacia el 8.500-7.000 a.C., en el África Subsahariana hacia el 4.000-3.000 a.C., y en el Sudeste asiático y el Centro y Sur de América hacia el 6.000-5.000 a.C.
El desarrollo de la agricultura permitió un abastecimiento de alimentos permanente y con él, el desarrollo de las grandes civilizaciones. Esto llevó al establecimiento de rutas comerciales y peregrinaciones culturales que permitieron la dispersión de los cultivos fuera de sus áreas de origen.

La conjunción entre los procesos de domesticación, cultivo e intercambio produjo que de una misma especie de planta cultivada se consiguieran gran cantidad de variedades locales con sus propias características organolépticas y adaptaciones ambientales. Las plantas cultivadas (o domesticadas) se diferencian de sus antepasados silvestres en muchas de sus características (tamaño del fruto o semilla, pérdida de cubiertas protectoras, mejora del sabor del fruto, etc.), ya que mediante procesos de selección el hombre fue escogiendo aquellas plantas que mejor respondían a sus gustos, resistían mejor a determinadas plagas o soportaban condiciones meteorológicas adversas.

Así en tan sólo 10.000 años la agricultura permitió el desarrollo de las grandes civilizaciones y culturas, siendo este un  lapso de tiempo mucho menor al de toda nuestra historia como recolectores. Pero a partir de finales del s.XIX se producen nuevos avances, y en apenas 200 años la especie humana genera grandes cambios en un periodo de tiempo todavía menor. La revolución industrial y el desarrollo científico técnico durante el s.XX promovieron cambios en la producción agrícola que a día de hoy amenazan la gran diversidad de variedades locales de plantas cultivadas generada durante miles de años.

La extinción de variedades de plantas cultivadas se está produciendo de forma global y a un ritmo acelerado, algunos estudios advierten que durante el siglo XX se perdieron más de la mitad de las variedades de plantas cultivadas para la alimentación. Por ejemplo en EEUU entre el s.XIX y el s.XX se perdieron el 86% de las variedades de manzanas y el 88% de las peras.
Puede parecer que la pérdida de estos cultivos sea una cuestión de menor importancia pero muy al contrario es fundamental conservar todos los posibles. Cada variedad presenta en su material genético, es decir, en sus genes,  cualidades que la hacen única; bien por tener una textura especial, porque es resistente al ataque de un hongo, o porque aguanta la sequía. Toda esta “información” puede utilizarse para conseguir nuevas variedades. Por ejemplo en 1948 se recolectó una variedad de trigo que fue desechada por su baja productividad, sin embargo en 1980 se descubrió que era portadora de genes que la hacían resistente a ataques fúngicos y fue utilizada para la mejora de variedades más productivas.

A pesar de su gran valor esta situación no revierte. Las principales causas de la pérdida de diversidad son los cambios en los sistemas de producción agrícola, el abandono de las prácticas tradicionales y una legislación contradictoria.

La “industrialización” de la producción agraria comenzó a finales del s.XIX con el uso de maquinaria y durante el s.XX se desarrollaron fertilizantes y pesticidas que mejoraron el rendimiento de los cultivos. Pero la gran revolución llegó tras la II Guerra Mundial. Las políticas agrarias llevadas a cabo desde entonces han favorecido el aumento de la superficie cultivada, el empleo de maquinaria, fertilizantes, insecticidas, fungicidas, y a la sustitución de las variedades locales por otras comerciales de alto rendimiento desarrolladas por la industria agroalimentaria. Todo ello ha permitido asegurar la alimentación y mantener la estabilidad económica del mundo desarrollado; pero a costa de poner en peligro no sólo la diversidad de los cultivos tradicionales, sino también la fauna y flora asociada a los sistemas agrarios y el patrimonio cultural legado por generaciones de agricultores. 

Uno de los pilares de la diversificación de variedades era el papel de intercambio y mejora que llevaban a cabo los agricultores. Actualmente el abandono de las prácticas tradicionales y el desarrollo de una legislación que favorece en gran medida a la industria agroalimentaria, ha dejado en manos de las empresas comercializadoras de semillas el proceso de selección y mejora de las plantas cultivadas para la alimentación. En el marco jurídico actual el agricultor pierde el control de su recurso básico, la semilla, ya que es obligado a cultivar semillas registradas, que sólo pueden ser suministradas por una empresa. Estas empresas crean patentes de semillas, o lo que es lo mismo, convierten las semillas que comercializan en propiedad privada por vía legislativa. De este modo se limita el acceso y derecho de los agricultores a las semillas y se prohíbe la producción y venta de variedades no registradas, como es el caso de muchas de las variedades locales de frutas y hortalizas. Así la legislación actual protege los interés de la industria, que maneja unas pocas variedades, frente a la promoción de otro tipo de experiencias que integren la protección de la diversidad de plantas cultivas y el rendimiento económico de las explotaciones.

En la otra cara de la moneda se encuentra la preocupación en la comunidad internacional por la pérdida de variedades. Desde mitad del s.XX organizaciones como Naciones Unidas, la FAO o el Convenio de Diversidad Biológica han promovido la conservación de estos recursos. Para ello se han creado en todo el mundo verdaderas “arcas de Noé” o Bancos de Germoplasma, instituciones que guardan semillas de miles de variedades de plantas cultivadas, así como de especies silvestres emparentadas con ellas. En España contamos con 35 centros que preservan nuestra diversidad fitogenética y atesoran en sus cámaras casi 50.000 variedades de cereales, frutales y hortalizas autóctonas de nuestro país.


De momento seguiremos consumiendo frutas y hortalizas, pero debemos ser conscientes de qué comemos y dónde y cómo se produce para colaborar con la preservación de parte de nuestro patrimonio cultural. Con la conservación de variedades locales, producidas de un modo más respetuoso, aseguraremos que el trabajo de generaciones de agricultores ha valido la pena. 

Ana Eugenia Santamaría Figueroa.

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